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miércoles, 12 de mayo de 2010

El Papa en el banquillo


A esta altura de la historia y los acontecimientos, está clarisimo para casi todos que la religión, las convicciones personales respecto de una concepción religiosa de la vida, y en este caso del cristianismo, nada tienen que ver con los intereses y pecados que sustentan las actividades de la terrenal Iglesia y de los burócratas que la dirigen. Y en esa tarea de administrar esos intereses de la iglesia, no cuentan los escrúpulos ni mucho menos el sentido del pecado y asi se hacen negocios o se asumen actitudes cómplices con las dictaduras como ocurrió en la Argentina, bendiciendo las armas que reprimen al pueblo, convalidando las torturas y las desapariciones. Hoy se esta descorriendo el velo que cubre a esa organizacion y a la supuesta santidad de su jefe. Asi lo expresa con cruda claridad Christopher Hitchens, colaborador de Newsweek, columnista de Vanity Fair y autor de “God Is Not Great”. 
AH

Newsweek
28-04-2010 /  ¿Puede Benedicto XVI enfrentar cargos por delitos de lesa humanidad en referencia a los escándalos por casos de pedofilia en la Iglesia Católica?
Por Christopher Hitchens

¿Arrestar o enjuiciar al Papa por el escándalo de pederastia? ¡Imposible! Entonces consideremos el único planteamiento viable: declararlo más allá de todas las leyes locales e internacionales, y eximirlo de cualquier responsabilidad personal o institucional derivada de la protección que brinda a criminales. De proceder así, ¿para qué tomarnos la molestia?

Es fácil argumentar a favor de poner a la cabeza de la jerarquía católica a disposición de la ley; sólo necesitamos la capacidad de ver desnudo al “emperador” y cuestionar: “¿Por qué?”. Visualícelo sin el boato papal, vestido sólo con un traje y verá que Joseph Ratzinger no es más que un burócrata bávaro que no pudo llevar a cabo la única tarea que le fue encomendada: contener los daños. El problema inicial era bastante simple. En 2002, fui invitado al programa  “Hardball”, que conduce Chris Matthews  en la cadena NSNBC, para debatir lo que el entonces fiscal general de Massachusetts, Thomas Reilly, denominaba el “encubrimiento masivo” de la Iglesia para los más de mil sacerdotes que habían perpetrado crímenes contra menores. Cuando pregunté por qué el cardenal Bernard Law (quien, a todas luces, era el responsable principal) no había sido interrogado por la ley, y por qué permitíamos que la Iglesia juzgara su propio caso en cortes privadas que terminaban “perdonando” a criminales perversos y despreciables, debo suponer que mis observaciones permanecieron flotando en el aire durante algún tiempo y finalmente pusieron a pensar a dicho cardenal Law porque, en diciembre de aquel mismo año, huyó de Boston unas pocas horas antes de que la policía se presentara en su domicilio con una orden judicial para rendir testimonio ante el Gran Jurado. ¿Su destino? Roma, donde luego votó en la elección del papa Benedicto XVI y hoy preside la hermosa iglesia de Santa Maria Maggiore, así como numerosos subcomités vaticanos.

El escándalo actual perdió toda posibilidad de redención en el momento en que el Vaticano se convirtió en escondite oficial de un hombre que no es más que un vulgar fugitivo de la Justicia. Al albergar en sus entrañas a un delincuente de semejante calaña, el Vaticano recibió en su seno una metástasis de putrefacción que finalmente llega a la cabeza. Es evidente que el cardenal Law no habría escapado ni recibido asilo sin la colaboración del entonces Pontífice y su asistente de confianza para controlar los daños de la violación de menores, el otrora cardenal Joseph Ratzinger.
Desde aquel día, la celeridad y magnitud de los acontecimientos horrorizaron a los apologistas papales a ultranza. No sólo tenemos la carta que Ratzinger envió a los obispos católicos ordenándoles referir, directamente, todos los casos de violación o abuso sexual a su despacho (cosa, de por sí, bastante mala debido a que cualquier individuo que esté al tanto de semejante crimen tiene la obligación de informar a la policía), sino que ahora empiezan a surgir incontables informes —desde Munich hasta Wisconsin y Oakland— sobre la protección o indulgencia otorgada a los pederastas bajo los auspicios del Papa en funciones, tanto durante su período como obispo como en su época como funcionario vaticano encargado de contener la crisis. Sus apologistas hicieron todo lo posible, pero su “Santo Padre” demostró consistencia en la permisividad o negligencia con que trató a los criminales, dirigiendo sus más duras reprimendas contra las víctimas que se atrevieron a quejarse.

Antes de que la situación adquiriera espeluznante obviedad, llamé por teléfono a Geoffrey Robertson, distinguido asesor en derechos humanos radicado en Londres, para preguntarle si la ley era incapaz de intervenir. “De ninguna manera”, fue la serena respuesta. Si “Su Santidad” se atreve a salir del territorio que controla (pretende viajar a Gran Bretaña en breve), quedará tan vulnerable como el antes magníficamente uniformado general Augusto Pinochet, quien, luego de aprobar una ley chilena que supuestamente garantizaría su inmunidad, de cualquier forma fue lo bastante torpe para visitar a los británicos. Al momento de redactar este artículo, empiezan a escucharse las voces de nuevos querellantes y están preparándose numerosas estrategias (en ambos frentes, porque el Vaticano se percató al fin de que está en peligro). En Kentucky se presentó una demanda judicial exigiendo que el propio jefe de la Iglesia Católica comparezca ante las cortes, mientras que en el Reino Unido propusieron que cualquiera de las incontables víctimas posibles entregue al Papa, en privado, un mandato judicial si se atreve a asomar la cara por el país. También está considerándose dos propuestas internacionales, una entregada a la Corte Europea de Derechos Humanos y otra a la Corte Criminal Internacional (CCI, que este año retiró la inmunidad y acusó al brutal presidente de Sudán), pidiéndoles que hagan un dictamen de “crímenes contra la humanidad”, definición que, casualmente, incluye toda clase de patrón de violación o explotación sexual de menores amparada por cualquier tipo de gobierno.

Los abogados del Papa en Kentucky manifestaron ya su intención de impugnar cualquier iniciativa de esa naturaleza alegando “inmunidad soberana”, debido a que “Su Santidad” es, supuestamente, un jefe de Estado (cabe preguntar si los católicos sinceramente desean ampararse en semejante argumento). La llamada Ciudad del Vaticano, nulidad política que ocupa una superficie de 0,44 kilómetros cuadrados enclavada en Roma, fue creada en 1929 por Benito Mussolini como parte de un cómodo arreglo entre el fascismo y el Papado, de suerte que es el último elemento restante de la arquitectura política de las potencias del Eje, y en ello se fundamenta la absurda afirmación de que es un Estado soberano con capacidad para brindar asilo a criminales como el cardenal Law.
Debido a esa postura, la Iglesia Católica perdió toda fuerza moral posible, pues desafía al mundo con su artificial condición de Estado (de allí la relevancia de la apelación ante la Corte Europea de Derechos Humanos) y, a la vez, nos recuerda la repulsiva época que le vio nacer. La “Santa Sede” tiene, por ahora, todo a su favor. Por ejemplo, está exenta de presentar su Informe sobre Derechos Humanos —obligación anual de todo departamento de Estado— debido, justamente, a que no se le considera un país (en la ONU sólo participa como observador). Sin embargo, si se atreve a reclamar su condición de Estado soberano, el Departamento de Estado estadounidense exigirá que justifique sus políticas “laicas” y, de paso, el Departamento de Justicia de EE. UU. le dedicará toda su atención (primeros asuntos a tratar: ¿por qué no se exigió la extradición del cardenal Law? y ¿por qué se permitió que este grave crimen fuera ventilado por particulares?).

Es evidente que este pontífice no pedirá una investigación formal ni exigirá que se castigue a los responsables de un patrón consistente de violación de menores y encubrimiento porque, de hacerlo, estaría exponiéndose a que le formulen cargos. Y entre tanto, espera que nos limitemos a observar pasivamente sin cuestionar las razones de la Iglesia para no limpiar sus pútridos establos. ¿Por qué? Tomemos el ejemplo del cardenal Castrillón (de Colombia), quien, en 2001, escribió al Vaticano para felicitar al obispo francés que prefirió arriesgarse a una sentencia de prisión antes que denunciar a un sacerdote violador particularmente depravado. Resulta que, hace unos días, Castrillón iba a oficiar una suntuosa misa en latín en Washington y, aunque la invitación fue justamente retirada a causa de un estallido de indignación, nadie se preguntó por qué no detuvieron al cardenal como cómplice de una política vaticana que dejó a miles de niños  a merced de violadores y sádicos.

No fue hasta el pasado mes de marzo cuando la Iglesia, con estudiada vergüenza y renuencia, declaró que todos los violadores de menores debían ser entregados a las autoridades civiles. ¡Muchas gracias! Al fin una clara confesión de la despreciable y atroz ilegalidad con que esa institución se condujo hasta ahora. Aquí no podemos usar eufemismos sobre “pecado y arrepentimiento”, porque lo que tenemos enfrente es un crimen —más aún: un crimen organizado— y, por consiguiente, se impone el castigo. ¿O hay alguien que prefiera ver la sombra de Mussolini cubriendo como manto protector al Vicario de Cristo? El antiguo símbolo romano del pez está pudriéndose, empezando por la cabeza.        n

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